miércoles, 6 de abril de 2011

5 de abril. ¡HECHO ESTÁ!

¡Por fin he terminado el trabajo ese que me traía por la calle de la amargura!
Hasta que no lo acabara no podía ponerme con el resto de encargos y ocupaciones pendientes y eso me provocaba una impresión de agobio y bloqueo que me lleva acompañando un par de semanas.
Ahora, disfruto de ese alivio del deber cumplido, esa liberación que te hace sentir orgulloso, ese peso que se retira y te parece que ahora ya no hay nada que hacer… ¡qué buena es esa sensación!
Esta satisfacción, el disfrutarla  es, en sí misma, una gran recompensa por el trabajo realizado. Me acuerdo ahora de cuando era pequeño y llegaba con buenas notas a mi casa (hasta que llegué a la universidad fui bastante empollón); con el bocadillo de Nocilla en la mano, le comentaba a mi padre que a mi amigo fulanito –que había sacado peores calificaciones- le habían premiado con tal o cual regalo, pensando que a mí me tocaría algo mejor.
Pero entonces llegaba la lección de mi padre (una que no he comprendido hasta mucho después, porque en su momento me parecía una gran injusticia):
“Hijo mío (siempre me llama así cuando se pone serio), yo no voy a darte un premio por haber cumplido con tu obligación” ¡toma chasco! Jejeje
Ahora que soy mayor,  aunque para muchas cosas sigo siendo un crío, me doy cuenta de que he crecido aprendiendo a hacer las cosas por convencimiento y no para ser recompensado después, educado en creer en lo que hago y saber disfrutar de este sentimiento que ahora me llena.
Esta noche resuenan en mi alma las palabras del evangelio “soy un pobre siervo, he hecho lo que tenía que hacer”, y no puedo evitar extenderlas al resto de mi vida, que cada día que se duerme, sea capaz de recordarlas con paz…

En este mundo en que el personal se dedica a hacer “lo que debe” durante cinco o seis días a la semana (en los trabajos o los estudios) y “lo que quiere” el resto del tiempo, es un testimonio bonito el que podemos dar los cristianos, haciendo siempre “lo que creemos”.
Porque creemos en Dios, y queremos que su voluntad sea la nuestra, podemos actuar en todo momento y lugar así, creyendo en lo que podemos hacer y ser.
No me gusta actuar desde mi santa voluntad, buscando lo que “yo quiero”, lo que “me nace” o “me apetece”, porque el mundo y yo mismo somos más grandes que mi ombligo. Tampoco me resigno al “debo”, que me rompe las alas y me amordaza el corazón.
Trato de vivir desde ese creo que; creo que puedo dar la vida, creo que puedo ser pacífico, constructor de justicia; que puedo amar sin medida… creo que mi Padre del cielo cree en mí.

2 comentarios:

  1. Y eso se nota, se te nota. El fin de semana, en la boda que comentabas hace un par de entradas, una de las asistentes preguntó: ¿por qué siempre ríe? Y contesté sin dudar: porque es feliz.

    ResponderEliminar
  2. Que luxo y que gracia maravillosa de Dios tener un hermano asi, como tu.
    Que Dios te bendiga cada dia para que continues siendo siempre asi.
    Un abrazo muy fuerte!

    ResponderEliminar