Esta noche, con un grupo de
jóvenes, que ya no lo son tanto, hacíamos una oración para prepararnos ante la
cuaresma que ya está a la vuelta de la esquina. Rezábamos y compartíamos acerca
de la necesidad de conversión que todos teníamos, de lo mucho que aún nos queda
por recorrer en esta aventura de Dios.
Mientras los oía hablar de tanto que aún le faltaba a cada uno yo no he podido
evitar pensar en los grandes avances que cada una de esas personas había
realizado, veía sus logros, las etapas culminadas.
Esto, unido a una agradable
conversación que unos feligreses muy queridos me regalaban después de la
eucaristía, me ha hecho caer en la cuenta de algunas cosas importantes.
Todos somos agentes de cambio y
transformamos nuestro mundo cada día, lo hacemos mejor, y es bueno que nos detengamos
a pensar cómo:
Hay personas a las que hemos
beneficiado y seguimos haciendo bien; gentes a las que nuestra presencia, el amor que les damos,
nuestra disponibilidad ha ayudado a ser mejores o más felices… ¿quiénes son?
¿Cómo les hemos favorecido?
Ocurre lo mismo con los ambientes en los que
nos movemos, hemos colaborado en la construcción de esos entornos, participamos
en la resolución de muchos problemas en el trabajo, la familia, la comunidad
cristiana… ¿dónde y de qué manera?
Creo que es fundamental que nos
planteemos estas cuestiones; primero porque es bonito saberlo y nos ilumina por
dentro; segundo porque es de justicia para con Dios y con nosotros mismos; y
tercero, porque solemos quedarnos en los errores y en las faltas, pero frecuentemente
olvidamos los aciertos y victorias, cuando ese es el suelo del que partimos, la
base fundamental para poder continuar adelante.
Todos tenemos esos triunfos, que
son nuestros y de Dios también… y aunque el trabajo cotidiano continúe, hemos
de ser conscientes de ellos, para poder seguir colaborando en la parte de la Creación
que se ha puesto en nuestras manos y poder hacerlo con eficacia y toda nuestra
pasión.
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