He comenzado el día atendiendo a
un chaval que ha tenido la valentía de plantearse la vocación religiosa, por si
eso fuese poco, también ha sido capaz de hablarme con toda franqueza: me
explicaba las razones que le habían traído hasta este punto, las más loables
pero también otras que le preocupaban porque pensaba que no eran tan
aceptables.
Yo le agradecía su sinceridad,
pero le decía también que no sufriese por ello, que las personas somos así, que
rara vez hacemos algo movidos únicamente por motivos “puros”. Cuando hacemos
algo, lo conveniente es que las principales motivaciones que nos mueven sean
generosas o desinteresadas… pero no podemos evitar que, junto a ellas,
aparezcan también nuestros miedos, egoísmos e intereses personales.
Mi historia está cuajada de ese
tipo de “cebos” que el Señor nos coloca: por ejemplo, cuando empecé a
participar en las actividades de la Orden, siendo muy jovencillo, lo que ante
todo me animaba no era mi fe, ni la búsqueda de sentidos… yo iba solo porque me
lo pasaba bien y me gustaba estar con aquella gente.
Pero ¡Dios nos conoce bien! Y nos
ama de tal forma que es capaz de valerse hasta de esos estímulos secundarios para
conducirnos hacia nuestro lugar, el puesto que nos corresponde en la
existencia, la vocación de cada cual, ¡la felicidad!
Y por medio de esos “porqués” que
no parecen muy honorables, Dios, poco a poco, te va seduciendo; lenta y progresivamente va ganándose el primer puesto
en tu corazón, hasta que un buen día descubres que has picado del todo, que Él
ya lo es todo para ti.
Tampoco quiero decir que nos
abandonemos al egoísmo y la conveniencia, claro… sólo que no nos torturemos
demasiado cuando los pillemos in fraganti en nuestro interior. Pongámoslos en
manos de Dios; que son como el trigo y la cizaña, que deben crecer juntos,
hasta que el dueño del campo – cuando llegue el momento- vaya acabando con las malas hierbas, para
hacer que solo brille el trigo que Él
sembró en lo más profundo de tu ser.
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