Estos días, las lecturas nos
hablan de la sencillez, de hacernos pequeños; o al menos así lo estoy
recibiendo yo, que ando en esa clave desde que el sábado, en el encuentro, las
palabras de un hermano me iluminaban al respecto.
Hacerse pequeño es reconocer la propia
debilidad, admitir -con la benevolencia con que lo hace Dios- nuestras caídas y fracasos interiores… partir
de nuestra verdadera identidad como criaturas.
Es demasiado habitual el error de
negarse a aceptar esa parte de nosotros, tanto a nivel personal como de toda la
Iglesia y, cuando hacemos eso nos apartamos de la realidad, la propia y la del
otro; empezamos a construir mentiras a nuestro alrededor, falsedades orientadas
a la galería que pretenden recabar el reconocimiento exterior: mostrar a todos
lo buenos que somos, alardear de riqueza o virtudes, grandes manifestaciones públicas que
demuestren que somos muchos, que tenemos poder e influencia. Superficialidades
que no conducen a nadie a la felicidad, que no resultan significativas para la
humanidad y que, en el fondo, tienen mucho de miedo.
Para colmo, si nos ensimismamos
en esa película que nos montamos a veces, podemos llegar a creérnosla de tal
manera que nos sentimos en posición de juzgar e imponer a los hermanos lo que
nosotros, desde nuestra elevada posición, creemos que necesitan.
Sólo reconciliándonos con nuestra
miseria, siendo compasivos y misericordiosos con nosotros mismos, podemos descubrirnos
al mismo nivel en el que está cada ser humano; entender su vida, su situación,
sus motivos, su dolor; escuchar de su boca lo que necesita en realidad y poder
ofrecerlo, ponernos al servicio.
Encontrar las señales que nos
orienten por ese camino tiene que ser una de las principales ocupaciones del
creyente, de la Iglesia entera, especialmente en este tiempo de cuaresma… por
ahí, siendo Iglesia humilde y servidora, está la grandeza de verdad.
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