Hoy celebrábamos el día de la
candelaria, la jornada de la vida consagrada, y esta mañana precisamente, dos
jóvenes monjas emitían su profesión definitiva en la Orden. He asistido a la
ceremonia con muchos miembros de la familia dominicana de mi ciudad y, al menos
por dentro, yo estaba rebosante de dominicanismo.
He compartido con esas hermanas
muchos momentos importantes de su andadura desde que llegaron a la Orden y realmente ha sido una alegría ser testigo
de este nuevo e importante paso que han dado hoy: lejos de renunciar a su
libertad o de encerrarse lejos del mundo, esas mujeres han apostado por ser
verdaderamente libres y estar en el corazón de la humanidad y yo estaba
tremendamente orgulloso de ellas… y lo van a hacer al estilo dominicano.
Los carismas en la Iglesia son un
tesoro, un regalo del Espíritu que todos deberíamos saber cuidar, tanto en lo
fundamental como también en los pequeños detalles. No por distinguirnos, ni
siquiera para ser fieles al legado que hemos recibido; sino porque es únicamente
protegiendo y afirmando la propia identidad como podemos estar capacitados para
reconocer y respetar la del otro.
Puede que ese sea un problema en
la Iglesia y en el mundo de hoy, que no sabemos muy bien quienes somos en
realidad; no nos paramos a reflexionar sobre ello y nos contentamos con
definirnos por lo que hacemos o lo que “nos gusta”. Al no precisar esa
conciencia, nos encontramos incapacitados para construir la unidad; acabamos queriendo
que todos sean como nosotros o, por el
contrario, encontrando una amenaza en los demás; buscamos falsos refuerzos en
la uniformidad o los separatismos.
En el Señor Jesús es en quien, de
forma privilegiada, podemos aprender quienes somos, tanto a nivel personal como
comunitario; es en Él en quien encontramos nuestra verdad, si nos miramos en su
vida, su palabra, si somos capaces de escuchar…
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