La soledad, la incomprensión, los prejuicios del otro… hacen que la amargura multiplique en muchas personas el daño que los momentos duros de la existencia, de por sí, tarde o temprano nos presenta.
Gentes que acaban encerradas en su pena, como esa mujer del relato que ni siquiera se sentía digna de acercarse al Maestro para pedir ayuda; pero que sí recurre a Él en secreto.A la señora que habló conmigo también le pasaba algo así, necesitaba hacerlo, asfixiada por la angustia, pero venía con vergüenza, acobardada ante lo que yo pudiera decirle; demasiado influenciada por una religiosidad que aprendió de pequeña; por leyes y prohibiciones que en nada son reflejo del Dios del amor y la misericordia. Mala cosa, cuando la religión se convierte en un instrumento de tortura, cuando coloca sobre las gentes fardos pesados con los que nadie puede ni debe cargar.
Yo, tras escucharla; aunque ella esperaría un consejo o una receta mágica que solucionara las cosas; lo único que hice fue recordarle algunas citas de la Biblia; tratar de confrontar aquello que vivía con el Papá-Mamá de Jesús.
Hoy me la he encontrado por la calle, la vida había vuelto a sus ojos; en cuanto me ha visto me ha dado las gracias y me ha zampado un par de besos preciosos que yo he recibido abrumado.
Pero yo no había hecho nada: lo que hacía mal a esta persona, en realidad era una bendición, pero no se había dado cuenta de ello hasta que no “tocó” el manto del Señor; hasta que no pudo estar por encima de los prejuicios, los miedos, convencionalismos y rigideces sociales para mirar, cara a cara, a ese Dios que se muere de amor por ella y que, sólo con eso, la ha devuelto a la vida.
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