jueves, 10 de noviembre de 2011

9 de noviembre. ¡VENTE A LA VIDA!

El otro día hablé con una señora que tenía un sufrimiento enorme; lo estaba pasando fatal desde hacía mucho tiempo por una situación que nunca se había atrevido a contarle a nadie. Una de esas personas que padecen en la intimidad, que cargan ellas solas con su dolor. La situación me recordó al pasaje evangélico de la hemorroisa, ella también era la única que sabía de su mal: una enfermedad que, a los ojos de la religión, le hacía impura y que es también símbolo de todo lo que te quita la vida, poco a poco (la sangre para la cultura hebrea era la vida, así que perderla significaba que la vida se te escapaba).
La soledad, la incomprensión, los prejuicios del otro… hacen que la amargura multiplique en muchas personas el daño que los momentos duros de la existencia, de por sí, tarde o temprano nos presenta.
Gentes que acaban encerradas en su pena, como esa mujer del relato que ni siquiera se sentía digna de acercarse al Maestro para pedir ayuda; pero que sí recurre a Él en secreto.




A  la señora que habló conmigo también le pasaba algo así, necesitaba hacerlo, asfixiada por la angustia, pero venía con vergüenza, acobardada ante lo que yo pudiera decirle; demasiado influenciada por una religiosidad que aprendió de pequeña; por  leyes y prohibiciones que en nada son reflejo del Dios del amor y la misericordia. Mala cosa, cuando la religión se convierte en un instrumento de tortura, cuando coloca sobre las gentes fardos pesados con los que nadie puede ni debe cargar.



Yo, tras escucharla; aunque ella esperaría un consejo o una receta mágica que solucionara las cosas; lo único que hice fue recordarle algunas citas de la Biblia; tratar de confrontar aquello que vivía con el Papá-Mamá de Jesús.

Hoy me la he encontrado por la calle, la vida había vuelto a sus ojos; en cuanto me ha visto me ha dado las gracias y me ha zampado un par de besos preciosos que yo he recibido abrumado.

Pero yo no había hecho nada: lo que hacía mal a esta persona, en realidad era una bendición, pero no se había dado cuenta de ello hasta que no “tocó” el manto del Señor; hasta que no pudo estar por encima de los prejuicios, los miedos,  convencionalismos y rigideces sociales para mirar, cara a cara, a ese Dios que se muere de amor por ella y que, sólo con eso, la ha devuelto a la vida.

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