Lo importante de nuestras instituciones, movimientos o agrupaciones no es la eficacia de las mismas, ni la obtención de vocaciones o nuevos miembros; tampoco que el grupo se haga grande, ni siquiera su supervivencia. Si nos reunimos en la fe es, ante todo, para amarnos y dejar que ese amor se propague; para hacer vida el Evangelio. Hacer realidad en nosotros la buena noticia de Jesús, pasa inevitablemente por las miserias de cada uno y las de los hermanos, no podemos pretender que nadie sea perfecto en todo porque, para empezar no lo es uno mismo.
A lo largo de estos años de vida comunitaria he aprendido a vivir desde esa “decepción positiva”, a romper mis sueños románticos e ideales que no eran más que una tiranía para los hermanos. En las cosas de Dios la cuestión no es exigir nada al otro, sino en esforzarnos personalmente por crecer y ser mejores cada uno de nosotros; mientras yo, por mucho que trabaje y bien que haga, siga teniendo en mi interior lagunas, lugares oscuros que aún están por evangelizar ¡¿cómo voy a echarle en cara nada a nadie?! “el que esté libre de pecado…”
Sólo así he podido disfrutar de mis hermanos, a quererlos, a darles lo mejor de mí.
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