martes, 22 de noviembre de 2011

22 de noviembre. LA CEGUERA DEL FARISEO

Uno de los problemas más complicados de nuestra vida de Iglesia es el de los personalismos. A lo largo de estos años me he encontrado con demasiadas personas que, bajo un barniz de Evangelio, lo que buscan es el destacar, el reconocimiento público, ser los amos y señores de un espacio o grupo determinado; se mueren por un carguito –y los suelen conseguir- se acomodan y aferran a cualquier privilegio o distinción y –lo peor de todo- obstaculizan y socavan todo lo que no pase por su ego o crean que puede suponer un peligro para su posición.

Los fariseos de entonces, que ahora siguen siendo y estando entre nosotros, a veces incluso dentro de uno mismo. Al principio me irritan, cuando los veo o escucho, pero enseguida, me nace también un sentimiento de compasión hacia ellos; no creo que sean malas personas, seguramente la mayoría de ellos no es consciente de su error y creen firmemente estar sirviendo a Dios y a la Iglesia... la verdadera razón de todo, la encuentro yo en una herida que debe haber en sus corazones, que no les permite quererse, que les lleva a buscar fuera lo que ellos son incapaces de darse a si mismos y les impide encontrarse con el auténtico rostro de Dios y la alegría de su reino.

Esta noche, que sigo en Salamanca, he tenido la oportunidad de reencontrarme con una forma de vivir la fe que, desde la pobreza y la humildad, jugó un papel fundamental en mi juventud, a la hora de seguir apasionado por Jesucristo. No son expertos en teología, ni están muy duchos en eso de hablar en público; no ostentan títulos en la Iglesia, pero son gente con una gran dignidad eclesial, cristianos sencillos que, con sencillez, luchan cada día y dan testimonio de su fe sin vergüenza; que trabajan incansablemente por hacer Iglesia, comunidad en solidaridad, justicia, y diversidad. No se quedan en aguas tranquilas, reman incansablemente mar adentro desde la convicción de que es Dios el que maneja el timón y les dice “no temáis”.
Gracias a ellos he revivido aquél momento en que, por vez primera, descubría el tesoro que Dios había escondido en mi vida; la sanación de todas mis magulladuras; el deseo de darlo todo para gozar de aquello, cada vez más y mejor; la necesidad de contárselo a los vecinos. Quien, de verdad encuentra esa fortuna, aunque sólo sea un poquito como yo, no puede pensar ya en otra cosa que anunciar a Jesucristo y sólo a Él.

El encuentro de esta noche ha rejuvenecido mis ganas, mi ilusión, mi voluntad de crecer en fidelidad, de hacerme cada día más pobre con los pobres; de abrir, de par en par, los brazos para abrazar a toda la humanidad y, en ellos, vivir el abrazo de Dios.

1 comentario:

  1. A veces nos encontramos con hermanos que necesitan ser reconocidos en la iglesia porque no lo son en otro sitio.Es algo que me cuesta, pero cada día intento ser más tolerante con estas personas,aunque no comparto en absoluto que se utilice la Iglesia para estos fines.Me da mucha paz cuando veo la compasión que sientes hacia estos hermanos.

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