En este día de todos los santos, no he dejado de pensar en que la santidad abunda mucho más de lo que normalmente pensamos… que hay muchos más santos y santas de Dios de lo que creemos.
De alguna forma podríamos decir que todos nosotros, los creyentes, estamos en ello; que todos somos santos en potencia. Porque la santidad no es algo fijo y estático, sino un camino, un dinamismo continuo…
Casi todos los días me encuentro con hermanos y hermanas que crecen, que descubren, que profundizan en el amor, en la intimidad con Dios, en la felicidad en Él. Esas personas, igual que los santos de la Iglesia celestial, a mí me sirven de ejemplo, de estímulo para seguir adelante, para creer que el Evangelio es posible y está a mi alcance.
En ese camino de santidad, intercedemos igualmente los unos por los otros; desde la oración, desde luego; pero también desde la propia vida podemos ser señales que orienten a quien se ha perdido; medicina para los dolores, bastón en el cansancio, aliento en la búsqueda; la esperanza, confianza, alegría y amor que vive cada cual es una ayuda preciosa que ofrecemos al otro.
Estoy seguro de que cada uno de nosotros tiene cerca, al menos, a un santo o santa (o a alguien que esté en ello) y supongo que, para progresar en esa santidad personal, es bueno buscar a los santos y santas que hay a nuestro alrededor… aprender de su ejemplo y dejarnos ayudar por su vida. En este asunto, como en casi todos los del Evangelio, no es cuestión de ir “a tu aire”.
Ser santos, esa es nuestra vocación, nuestra condición; el origen, el camino y la meta de cada cristiano: ser felices, plenos en cristo… serlo todos juntos.
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