lunes, 30 de mayo de 2011

29 de Mayo. TENER RAZÓN

Por fin ha terminado este fin de semana intenso y frenético, puf! Cuantas cosas, qué cantidad de sentimientos, cuanta vida.
Hoy, en la segunda lectura se nos invitaba a estar siempre dispuestos para dar razón de nuestra esperanza.
Normalmente no nos detenemos a pensar en ello, a cuestionarnos acerca de lo que creemos y por qué; sobre lo que esperamos y cómo lo hacemos… no es difícil encontrarse con personas muy preparadas y formadas en muchos ámbitos de la vida pero que, en el terreno de la fe, tienen grandes lagunas.
Es como si viviésemos nuestro seguimiento del Señor con todo el corazón y las entrañas, pero después dejásemos fuera nuestra inteligencia.
Y el amor también es cuestión de cabeza, sólo si nos entregamos a Él con la totalidad de lo que somos, éste puede desarrollarse y crecer; tenemos que creer también con la razón.
También nos hace falta para poder  presentarlo y compartirlo a los demás; no vale decir “yo lo siento así”, “es algo que no se puede explicar”. Es cierto que la fe es una experiencia personal, que la primera predicación la mostramos con la propia vida; pero no es menos verdad que, a la hora de anunciar la Buena Noticia, es preciso –y quizá hoy más que nunca- saber ofrecer argumentos serios y creíbles.







 















Es muy saludable y bonito, ejercitar nuestra mente en relación con Dios; ponerle palabras y racionalizar lo que Él es en nuestras vidas. Yo no quiero chafarle esta apasionante tarea a nadie, pero esta noche no me resisto a comunicar la reflexión que, al respecto, me suscita este fin de semana.
Después de tanto y tan bueno como he vivido estos días: gentes de otras tierras que, casi sin conocerme me regalan su cariño; acompañar los descubrimientos y los logros de niños y jóvenes; presenciar las luchas de los más mayores por alimentar su esperanza; celebrar amores eternos; dar lo que no tengo y mil cosas más; y teniendo en cuenta lo poca cosa que soy, mis debilidades o mi inseguridad… sólo puedo concluir que no estamos solos; que con nosotros hay alguien tremendo; que interviene y actúa en nuestra pobreza, transformándonos y arrasando con toda nuestra finitud; ensanchando nuestros horizontes y capacidad de ser y vivir.
Puede que la invitación que la carta del apóstol Pedro nos lanzaba desde la liturgia de hoy nos pueda parecer difícil en un principio, pero en realidad no lo es; si nos damos cuenta ¡nos  sobran las razones!.

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