La Palabra de Dios, en particular la que la liturgia nos regala en la eucaristía diaria, no deja de resultarme una impresionante fuente de luz e inspiración.
Hoy, la primera lectura nos narraba las experiencias de Pablo y Bernabé, que tienen que salir pitando de un lugar donde empezaron a encontrar hostilidades y persecución… en esto que llegan a otra ciudad donde encuentran a una persona que acoge el mensaje y, por su fe, encuentra la curación y se yergue, recuperando también su dignidad, y resulta que aquí, a causa del milagro, ¡los toman por Dioses! y pretenden adorarlos, ofrecerles sacrificios.
Dos extremos, la cerrazón y el personalismo, pero en el centro del relato el ser humano en su plenitud, como Dios quiere.
Después resonaba con fuerza el salmo responsorial: “No a nosotros, Señor, no a nosotros, sino a tu nombre da la gloria”
A lo largo de toda la jornada he estado saboreando estas palabras, tratando de extraerles todo el jugo posible y llevarlas a la vida. Pensaba en la cantidad de veces, que incluso sin darnos cuenta, nos predicamos a nosotros mismos –a nivel personal o como Iglesia- en lugar del Evangelio; en cómo nos movemos de un lado al otro del espectro, sintiéndonos incomprendidos o acosados en unos momentos y reconocidos o honrados en otros por nuestra fe; en las acciones con las que nos cerramos a Dios o al hermano y en las que, en el fondo, buscamos sólo nuestro propio interés…
Desde esta perspectiva, he sido especialmente sensible a algunas situaciones de mal entendidos que me han compartido hoy. Es como si, al comunicarnos, todo estuviese filtrado por nuestros prejuicios o los planteamientos personales; oímos lo que el otro dice y, a veces, comprendemos algo que nada o muy poco tiene que ver con lo que nos han expresado y, entonces, ya la hemos liado.
Tres cuartos de lo mismo nos ocurre con Dios, lo que explica que podamos llegar a tener imágenes tan distorsionadas de Él o del Evangelio…
La Palabra de Dios, hoy nos recordaba que la brújula de nuestro camino es el ser humano, su dignidad; la propia y la del otro… mientras eso se mantenga en el centro de nuestra búsqueda cotidiana, tendremos la certeza de saber que no nos buscamos a nosotros mismos o la propia gloria; que el miedo no dirige nuestros pasos… podremos saber que recorremos los caminos de Dios.
Por eso mi dibujo de esta noche es un predicador. La posición de su mano proyecta la voz, como actitud de quien anuncia, una proclamación del Amor de Dios, de la Escritura, del valor y las posibilidades de la creación y el ser humano; pero también está cerca de la oreja, como tratando de agudizar el oído.
Porque predicar y vivir el Evangelio no es un camino unidireccional, ni parte de mi yo; exige escucha y dialogo con ese corazón infinito del Padre; con la Escritura que nos interpela y desafía; atención a lo que pasa en este mundo, a nuestro alrededor y a las personas, al distinto, al que sufre, al olvidado…
No a nosotros, Señor… no a nosotros…
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