Aunque he tenido que volverme pronto porque había mucho trabajo esperándome,
he disfrutado como un crío de ese rato.
Tradicionalmente, hemos privilegiado mucho la soledad, el desierto y el
silencio como espacios de encuentro con Dios y, desde luego es así… pero este
mediodía; mientras veía a las familias y a los amigos reunidos, riéndose, olvidando por un tiempo las
penas, cantando y bailando, no podía dejar de pensar que, si quieres, también
allí sientes con fuerza a Dios. ¡Claro! ¡Cómo no!
Puede ser que los cristianos nos hayamos vuelto demasiado serios y solemnes;
que, tristemente, nos hayamos acostumbrado a poner cara de palo cuando entramos
en una iglesia; que nos estemos privando de algo esencial en nuestra fe…de la
alegría de sabernos amados, regalados, elegidos, salvados…; que estemos alejando
ámbitos inseparables: que no pensemos en
Dios cuando estamos de diversión y que nos llenemos de gravedad cuando sí lo
recordamos… hemos hecho que ¡hasta la eucaristía deje de parecer una fiesta!
(menos mal que Dios es más grande que todo eso).
La juerga puede ser egoísta e
injusta, si nos hace olvidarnos de los más pequeños… pero, en ese plan, el aislamiento y el silencio también pueden
serlo.
No se nos puede olvidar lo que al Señor Jesús le gustaba celebrar con la
gente, el cómo frecuentaba las comidas y hacía de ellas signo del reino, ¡le
llegaban a decir que era un comilón y un borracho!
Hoy me acuesto pensando en eso, en que necesitamos recuperar el carácter festivo
de la fe… nos sobran los motivos; que la fiesta –si es compartida- es también un
extraordinario espacio teológico que descubrir y disfrutar.
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