Esta tarde me reunía con la fraternidad de laicos dominicos de la parroquia; durante todo el año estamos estudiando el tema de “la experiencia de Dios”. Hoy, como es lógico, abordábamos la experiencia de encuentro con el resucitado.
Creemos en Cristo Resucitado, pero ¿lo experimentamos? ¿nos cambia la vida? O ¿es sólo una creencia a nivel racional?
Decíamos que sólo se tiene experiencia de algo, cuando tomamos conciencia de lo que experimentamos, de lo que ya estaba ahí, aunque no nos diéramos cuenta.
Él está ahí, a nuestro lado, pero como San Pablo, María Magdalena en el huerto, o los caminantes de Emaús, debemos “abrir” los ojos para poder tener esa experiencia.
Ahora, ya en la tranquilidad de mi cuarto, repaso todo lo que hemos compartido; lo rezo y me viene a la cabeza todo aquello que a mí me ayuda a mantener los ojos abiertos…
La familia; todos los que, a lo largo de la vida, me anunciaron que Jesús vive; mis hermanos y hermanas en la Orden… la fraternidad
Desde ahí puedo orar y celebrar con sentido o acercarme a la Palabra y llevarla a mi vida.
Porque ese encuentro que te cambia, que llena tu existencia de luz, es personal…intimo, pero que no puede darse al margen de los otros, desconectado de nuestra humanidad o del mundo en que estamos… únicamente podemos tomar conciencia, entender quién es Aquél que descubrimos incondicionalmente con nosotros, en Iglesia; siendo pueblo, comunidad…hermanos del otro.
A nadie se le escapan las muchas carencias que tenemos ni el escándalo que, a veces, podemos provocar con nuestras incoherencias… no somos una Iglesia perfecta, es verdad; pero yo no puedo evitar amarla profundamente, a pesar de que precise transformaciones urgentes, aunque meta demasiado la pata, con sus parches y descosidos; la quiero y la necesito profundamente porque… es el espacio, la familia, que me ha enseñado a soñar y a amar.
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