Esta mañana salí de casa un poco antes de las diez y acabo de volver ahora al convento. Otra noche más vuelvo con dolores hasta en las pestañas, hecho polvo, pero muy contento.
He estado de convivencia con el equipo de catequistas de la parroquia. Lo habían preparado dos de ellas que también son parte de nuestro coro (algún día tengo mucho que contar sobre lo grandes y especiales que son nuestros particulares fabricantes de sueños) y todo ha sido impresionante: desbordante de sensibilidad, elegancia y cariño.
En un momento determinado, mientras todos estábamos con los ojos cerrados, se han acercado despacito a cada uno de nosotros, nos han susurrado al oído un mensaje personal de parte de Dios y nos han cantado unos versos de una canción especial para cada persona: ha sido todo un privilegio.
También he descubierto, al caer la tarde, un talento tremendo y que ignoraba totalmente en una personita que creía conocer bien; de nuevo el ser humano me sorprendía muy gratamente.
Pero no ha sido sólo cuestión de momentos puntuales, durante todo el tiempo se ha respirado un ambiente muy especial, emocionado, de cercanía y confianza, de afecto y verdad.
Es curioso darte cuenta de lo necesario, lo imprescindible que resulta para todos el pararse, respirar hondo y contemplar la vida; con su torbellino de sensaciones, problemas y gozos; dejar que Dios lo sanee y vivifique todo con su luz.
Es muy hermoso también descubrir que, cuando las personas somos capaces de desnudar el alma ante otros; de mostrarnos con nuestras fragilidades, dudas y miedos; entonces los corazones se tocan con una intimidad sorprendente, se reconocen mutuamente y se estrechan juntos en los brazos del Padre-Madre de todos.
De alguna forma, podemos decir que hoy, los catequistas hemos liberado nuestra propia humanidad; le hemos limpiado los churretes y los maquillajes; hemos crucificado su dolor, sus miserias: la hemos dispuesto para la vida, para Dios, ¡para la Pascua!
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