Durante estas dos últimas semanas he tenido “abandonados” a mis padres, que para colmo, están un poco fastidiadillos de salud, así que esta mañana, tras despedir a mis hermanos, me he ido a pasar la mañana con ellos y me he tragado enterita la boda real.
Advierto que no ha sido ningún sacrificio, que aunque no tengo tiempo casi nunca, me gustan estos marujeos… y además, me siento orgulloso de ello. No soy de esos que se creen “por encima de la plebe”, a otro nivel intelectual, me atraen las mismas cosas que a la gente de a pie y me entretengo como ellos lo hacen… me encanta también comentarlo todo después con las personas de mi entorno. Pero eso no significa que no lo vea con ojos críticos, desde luego. Si en todos estos programas suele abundar la frivolidad, el de hoy se llevaba el premio, ¡qué reunión de personajes presuntamente “finos”!.
Me daba mucho que pensar la superficialidad y la hipocresía que mostraban… jajajaja… ya podía estar desfilando la persona más basta de la tierra, que si era importante o estaba de moda decían que era elegantísima; mostraban respeto y admiración hacia personajes cuya maldad ha hecho correr ríos de tinta…
Me temo que no es algo exclusivo de un plató de televisión, sino que es muy frecuente a nuestro alrededor; en la sociedad en que vivimos y también en esta Iglesia que somos. Lo cierto es que no he dejado de darle vueltas al “tanto tienes, tanto vales”; a la sed de figurar, de honores; a las energías que gastamos en las más grandes trivialidades a la vez que arrastramos profundas insatisfacciones y angustias…
Desde estos pensamientos he hecho el dibujo de hoy, un Cristo resucitado que nos abre los brazos con cariño. La cruz está detrás, superada por el amor todo poderoso de Dios: esa es la oferta de Jesucristo, esa es la Pascua.
Una VIDA que le da la vuelta a todo, que nos rescata de esa subsistencia que nosotros nos empeñamos en desarrollar “al revés”.
Para poder acogerla un ojo abierto, despierto; la mirada de la fe que es capaz de ir más allá de esa superficialidad para encontrar toda la belleza y la magia de Dios en nuestro entorno y, en medio de ella, poder encontrarnos con el resucitado.
También un corazón abierto, repartido… a la Palabra y al hermano; a la novedad y la sorpresa de Dios, desde nuestra propia historia y experiencias. Un corazón que también representa nuestra intimidad, el secreto profundo de lo que somos y que se despoja de los disfraces y las máscaras de la apariencia o los prejuicios.
En la parte de arriba las alas de la auténtica libertad que brota de todo ello; la de quien es consciente de la propia identidad; la cimienta en Dios y actúa desde ahí, poniéndolo en orden con cada opción y compromiso; orientando el camino hacia Él. Sólo podemos elevar nuestras ramas al cielo si las raíces son sólidas y profundas.
Del mismo modo, nace de la Pascua una mano abierta, que pide, que da, que comparte; que pone en relación la propia experiencia con la del otro; que anuncia feliz el triunfo de la vida cuando abraza el dolor del hermano; cuando sostiene al que cayó; al trabajar por la justicia; también cuando acaricia y celebra todo lo bueno de la vida.
Cristo está vivo y no se cansa de hacerse el encontradizo en nuestro camino, de invitarnos a darle a todo la vuelta, para que nosotros también VIVAMOS.
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