En estos días se ponen de manifiesto muchos tipos de “fe”, unas más serias, otras más inmaduras; más o menos comprometidas; las milagreras, las emocionales, las culturales, las infantiles, las estéticas…
No creo que ninguna de ellas sea mejor que otras, cada cual tiene su propio camino y, lo natural es que existan distintos momentos en el recorrido. Lo malo es cuando la fe se estanca; se instala en una experiencia o en unos sentimientos, y deja de estar siempre abierta a crecer, a buscar la verdad, a acercarse cada vez más al Evangelio.
La Palabra es la brújula de ese trayecto, un alimento imprescindible que nos hace crecer…no podemos nunca dejar de acercarnos a ella, especialmente en estos días santos.
Pero es necesario que lo hagamos con rigor, en otros tiempos la Iglesia no permitía que cualquiera leyera la escritura, hoy sí podemos hacerlo todos, pero no de cualquier forma, de aquí la importancia del estudio también (por eso es uno de los pilares de nuestra orden).
El estudio es una responsabilidad para todo cristiano, yo diría que hasta una obligación, pues es requisito indispensable para poder comprender lo que leemos. El estudio nos sumerge en la Palabra, para mejorar su comprensión, por una parte y por otra para darnos cuenta de lo mucho que nos falta para conocer a Dios. Sto. Tomás de Aquino, al respecto diría, al final de su vida, que todo lo que había escrito le parecía paja.
Desde el estudio, damos prueba de la madurez de nuestra fe. Pues una fe madura exige fundamentación razonable y no se contenta con consignas o con devociones superficiales o folclóricas que se manipulan con facilidad.
En este Lunes Santo, ante los misterios de la Pasión que celebramos estos días, me gustaría acabar la entrada de hoy con las palabras con las que Sto. Tomás iniciaba siempre su estudio, su escritura y su predicación:
“concédeme Señor Dios mío inteligencia que te conozca, diligencia que te busque, sabiduría que te encuentre… tu que eres considerado verdadera fuente de la luz y principio de la sabiduría, dígnate infundir un rayo de tu claridad en las tinieblas de mi inteligencia, alejando de mi las dos clases de tinieblas con las que he nacido: la del pecado y la de la ignorancia. A ti te invoco Dios de todo consuelo, pues nada puedes ver en nosotros que sea ya un don tuyo, para que te dignes concederme, a la conclusión de mi vida, el conocimiento de la verdad primera y el goce de la majestad divina”.
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