¡Bueno! ¡Pues ya estamos de pascua! Aunque aún falta por llegar casi la mitad del equipo de predicación, esto ya ha comenzado.
Algunos ya estamos aquí, con mis queridas hermanas las monjas. Hemos estado cenando con ellas y después un ratito de oración, al que se han incorporado la fraternidad seglar que vive junto a este monasterio y algunas personas amigas de la comunidad.
Conforme van pasando los años, parece como que me cuesta un poco más arrancar con estas cosas, pero la verdad es que sólo con reunirme con los “viejos hermanos”, con los que han compartido conmigo tantos momentos, las aventuras más increíbles, los cambios de la vida, los pasos, el crecimiento, la risa y las lágrimas… sólo ese encuentro ya me ha encendido una chispa en el corazón.
Después hemos llegado al monasterio… mis hermanas, con la acogida y el cariño de siempre; con esa alegría profunda que me transmiten, con su apoyo y la complicidad fraterna. Ellas, las monjas dominicas, siguen siendo ese hogar común de todos los predicadores, el cariño y el apoyo, la casa de todos donde siempre encontramos la paz, el descanso y la fuerza para continuar el trabajo.
Al llegar aquí la ilusión se ha hecho fuerte.
Por último, en la oración, los rostros de las gentes que luchan por caminar en la fe, con sus golpes, su dolor, su hambre y su grandeza… ya era fuego lo que sentía por dentro.
Sólo han pasado unas horas, únicamente unos pocos kilómetros me separan de mi convento, pero ahora ya nada es igual. Ya no encuentro cansancio dentro de mí, ni desgana o falta de estímulos, sino todo lo contrario… ¿qué ha pasado?
Pues supongo que ha pasado la vida misma; los hermanos, conocidos o no, todos queridos; ha pasado el amor… ha pasado, una vez más, mi Dios.
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