lunes, 21 de marzo de 2011

20 de marzo. ¡¡ENCANTADOS!!

Día intenso donde los haya, he disfrutado como un mono explicándole a los niños las lecturas de hoy en la misa parroquial, después una reunión de lujo con matrimonios, luego un repaso a la filosofía con un amigo “muy grande”, la eucaristía de la tarde y la visita final de mis ahijados. Cada una de las cosas que he vivido me ha sorprendido muy gratamente; me ha hecho disfrutar de la magia de Dios, de la gente.
Pienso que quizás en la Iglesia nos hemos contagiado un poco de esa fiebre de nuestra cultura por explicarlo todo, por controlarlo y definirlo y hemos querido racionalizar a Dios; explicarlo sólo desde lo humano, nuestra razón y nuestra ciencia…
Desde luego, no niego que es un buen ejercicio para nosotros y nuestra fe el racionalizar la experiencia de Dios, el buscar razones para nuestras creencias, el tratar de conocer más y mejor ese Amor que nos abrasa por dentro… pero no podemos olvidar que Dios siempre es “más”.
Ocurre como en nuestras relaciones interpersonales, la amistad, la familia, la comunidad, la pareja… por mucho que nos conozcamos, por intensas que hayan sido las vivencias compartidas, por grande que sea la complicidad, nunca podemos pensar que sabemos completamente quién es el otro, que lo abarcamos del todo. Nunca perdemos la capacidad de sorprendernos –incluso a nosotros mismos- de aprender y conocer partes del ser que ni nos imaginábamos: en las ocasiones en las somos capaces de afrontar los terrores de nuestro interior; cuando encontramos una fuerza desconocida dentro de nosotros; al emocionarnos y reencontrar la ilusión a pesar de las heridas y el cansancio del camino; reconociendo nuevos sentimientos que nos desbordan…. Descubrimos que las personas siempre somos un enigma inabarcable.
Si pensamos que podemos controlar, delimitar, predecir al otro, nos perdemos esa magia que está en nosotros y a nuestro alrededor, reducimos fatalmente lo que somos.
Puede que un poco sea eso lo que nos está pasando con Dios; que hemos pensado que ya nos lo sabemos, que podemos explicarlo y comprender totalmente quién es, su paso por nuestra vida y nuestra historia.
Quizás haya sido consecuencia natural de otros excesos del pasado, en los que se acentuaba demasiado la lejanía, el desconocimiento de Dios, su ocultación.
Creo que la solución no puede estar, de ninguna manera, en una vuelta atrás, sino en buscar el equilibrio; saber que somos nada al lado de Dios, pero que Él –por amor- rompe todas las distancias y está muy cerca; que se da a conocer, teniendo siempre en cuenta que conocer no es poseer; que su encanto nos envuelve siempre.
Eso es lo que hoy me sugiere la transfiguración de Jesucristo; un Dios humano, que vive nuestra vida… pero que también está más allá. El evangelio de hoy nos presenta la oportunidad de reencontrarnos con su encanto, con ese amor todopoderoso que nos arrebata, que actúa en nosotros y en la vida de cada día de forma incomprensible, sin trucos milagreros que violen nuestra libertad.














Es lo que quiero expresar con el dibujo de hoy, la propuesta de reconocer a Jesucristo en su totalidad: con su humanidad y con su misterio; por eso, sólo he representado a dos de los tres discípulos que aparecen en la narración evangélica: el tercero eres tú, es el espectador.
Cristo da sentido a nuestra existencia y a la luz de su divinidad se comprenden la ley y los profetas, toda la historia de la salvación de la humanidad.
Ante esto, uno de los discípulos trata de agarrarse a la tierra, de aferrarse a ese momento, pero una flecha los envía a la Tierra. El Dios que se revela en Cristo es un Dios vivo, un Dios para el mundo. La contemplación de esta Divinidad debe empujarnos al mundo, no podemos instalarnos en ella. Los momentos intensos junto a Dios son un estímulo necesario para ir al encuentro de nuestros hermanos y sus carencias… de su mágica compañía.

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