martes, 15 de noviembre de 2011

15 de noviembre. FLIPAO

Ayer, el viaje a Salamanca fue durillo, no paró de llover en todo el tiempo y la visibilidad estaba muy reducida, sin embargo hoy, el regreso ha sido completamente distinto: todo un lujo, ¡precioso!

Me ha pillado algo de lluvia pero también zonas que sólo estaban nubladas y otras soleadas; con el aire limpio, la naturaleza se mostraba esplendorosa. Los ríos que serenamente fluyen hacia su destino, a fundirse con la inmensidad del océano; la vida que explota por donde discurren esas aguas; los árboles que, vestidos de color tierra,  lucen toda la elegancia otoñal; las hojas que, a pesar de que muy pronto caerán no dejan de disfrutar de sus nuevos tonos, meciéndose alegres en el viento; el ganado que juega y aprovecha el frescor del pasto…

¡Y el cielo! Esas nueves imponentes y oscuras que parece que, de un momento a otro, se van a desplomar sobre tu cabeza; la majestuosidad y pureza de las más blancas; el Sol invencible que, aunque se esconda, filtra sus rayos sobre todo y muestra la luz y el calor de su presencia… ¡hasta he circulado un buen rato en medio del arcoíris!

Es triste que un tipo de ciudad como yo, tenga que darse cuenta de todo eso desde el otro lado del parabrisas de un coche, sí, pero de momento, no tengo tiempo como para permitirme una excursión. Puede que por eso, haya hoy tanta gente que no piensa, que no se pregunta sobre Dios; porque cuando se es testigo de un espectáculo como el que hoy me ha brindado la creación, tanta diversidad en armonía, tanta perfección, toda esa belleza, debe ser muy difícil evitar la duda, al menos. Yo me he tirado todo el camino alabando a mi Señor, unido a todas sus criaturas.

Luego llegaba a casa, y al calor de la comunidad, celebraba en la eucaristía precisamente  la fiesta de mi hermano San Alberto Magno: el patrón de los científicos, maestro de Tomás de Aquino, un gran hombre que renunció a las distinciones eclesiásticas para poder dedicarse plenamente a su vocación (contemplar y rezar la obra de Dios, estudiarla, anunciar y predicar –con la eficacia del amor- lo contemplado a la humanidad).




Hay quien piensa que entre la fe y la ciencia no puede haber coincidencia, o que las personas de fe no necesitan de la ciencia para nada, que incluso llegan a verse como enemigas. Yo, como es lógico no lo creo así, son dos formas de conocer diferentes pero que no pueden ir por su cuenta. Para el creyente, la ciencia es una herramienta indispensable a la hora de comprender  la obra de Dios y a nosotros mismos, claro, para así conocerle mejor a Él.

Me gusta pensar que mi hermano, desde el cielo, me ha tocado hoy la sensibilidad en el asiento de un coche… me ha abierto los ojos del alma para que pueda admirarme de todo, desde la inmensidad del cielo, a la pequeñez del  insecto más insignificante…





Para saber más de San Alberto:








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