viernes, 13 de abril de 2012

12 de abril. RESUCITA-2

La Pasuca del Señor supone el triunfo de Dios sobre el mal, el del amor por encima de todo tipo de muerte. Sabemos además que nosotros, por el bautismo, estamos incorporados a esa victoria y, por eso, podemos vivir nuestros días con esa confianza, con la de saber que nada ni nadie podrá con nosotros mientras permanezcamos en ese amor.




Pero eso no supone que podamos despreocuparnos ya de todo y esperar. Si lo hacemos así, corremos el riesgo de obcecarnos en certezas y convicciones que no son de Dios, sino nuestras; de amurallarnos en ellas y aislarnos de otras perspectivas o contextos y, de ahí al fundamentalismo (en cualquiera de sus formas) sólo hay un paso. Yo tengo la razón y Dios está sólo conmigo.

Es entonces cuando hacemos daño a los demás, les creamos sufrimiento o los desmotivamos, porque vemos al que piensa o vive distinto como una amenaza o el enemigo que hay que abatir, y, encima, en nombre de no sé qué Evangelio o Dios.

Sé  bien lo que es eso porque, periódicamente, sufro junto con mis hermanos, el despiadado ataque de las personas que no saben, o no pueden entender, que otros acentúen aspectos de la fe que no son los propios; que no se dan cuenta de que –por muy equivocados que pudiésemos estar- no somos más que hombres que, pese a todas nuestras pobrezas, lo único que buscamos es entregar la vida y servir a los hermanos y a Jesucristo.

Esa cerrazón de la que, en mayor o menor medida, todos podemos participar en algún momento de la vida; la del “esto es así y punto” o “si no estás conmigo estás contra mí”; no sólo nos aleja de la luz pascual, sino que además puede ser motivo de escándalo para los otros y frustrar el plan de Dios, que construye su reino por muchas sendas diversas y simultáneas.

Si queremos mantenernos en la resurrección, no podemos dejar de ejercitar continuamente la compasión y la misericordia; el ponernos en la piel de quien tengamos enfrente, la acogida, el respeto, el diálogo… hemos de permanecer, en definitiva, en el amor. Esa es la única ley; ningún interés, causa, idea o incluso religión pueden ponerse por encima del ser humano. Por todos y para todos –pensemos como pensemos, seamos como seamos, sea cual sea nuestra historia- ha muerto y resucitado nuestro Dios.

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