Esta mañana estaba estudiando con un joven amigo; él se preparaba un examen
de filosofía para septiembre y yo estaba dándole un empujón a mi tesis.
Solemos hacerlo todos los días durante estas vacaciones, pero hoy lo he
disfrutado de una manera especial: él iba leyendo, subrayando, me consultaba lo
que no entendía y yo se lo explicaba. Ha sido extraordinario ver como cada tema
que iba comprendiendo y asimilando, a su vez le iba despertando en su interior nuevas
preguntas; se le iban abriendo nuevos horizontes en su mente…
Y lo mismo me iba ocurriendo a mí conforme me sumergía en mis escritos y en
los libros que he ido recopilando.
Al terminar, mi compañero de trabajo me comentaba que a él también le había
gustado mucho la mañana y yo me quedaba con la satisfacción de pensar que ese
amigo, probablemente, estaba descubriendo lo que de verdad es el estudio al
estilo dominicano.
Ese estudio que cuesta, que es una forma de ascetismo, con el que siempre
da pereza arrancar; pero que –orientado a Dios- enseguida te atrapa y te
transforma. No consiste en saber mucho ni en ser una rata de biblioteca sino en
llenarte de curiosidad, en descubrirse en la necesidad de aprender, en plantearte
cuestiones y buscar respuestas.
Por la tarde, una madre traía a su hijita a ver la Iglesia y yo las he
acompañado. Cuando veía a esa niña con los ojos tan abiertos, mirándolo todo; sorprendiéndose;
preguntando todo el rato… comprendía que el verdadero estudio también nos ayuda
precisamente a eso… a ser como esos niños del evangelio que buscan a Jesús;
esos pequeños con los que a Él le gusta estar.
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