El otro día comentaba que acabo de volver de un campo de trabajo que se
suele organizar todos los veranos desde hace 18 años.
Hace todo ese tiempo que yo tuve por primera vez esa experiencia: se
realizan diferentes voluntariados por las mañanas, las tardes se dedican a la
reflexión, tenemos varias celebraciones… durante quince días vivimos en un
ambiente comunitario, de oración, estudio y cercanía con el dolor de los
hermanos; haciendo de todo ello una alegre predicación del Evangelio.
Allí me enamoré de lo dominicano, descubrí mi vocación y clarifiqué que
quería que mi vida entera fuese como aquello…
Esta vez ha sido la última, no sin dolor, he pensado que ya es hora de
quitarse del medio y dejar que otros tomen el relevo. Sin embargo, junto a
todos los recuerdos y sentimientos acumulados, a pesar de todo lo que me ha
pasado en tanto tiempo; he constatado que aquella pasión que encontré siendo
mucho más joven, seguía siendo totalmente nueva: me he vuelto a enamorar de
esos jóvenes alucinantes; de sus ganas; de sus sueños y capacidades; de la
sencillez, la alegría y el humor; he vuelto a ver los ojos de Jesús en otros
ojos, en el rostro del sufrimiento y la soledad; me he dejado arrebatar el corazón una vez más
y, con todos ellos, he vibrado al son del Reino.
Ahora, cada uno sigue con su vida, con sus proyectos… no sé que pasará el
día de mañana, ni qué decisiones tomarán o lo que harán con su existencia; ya
deben ser cientos los jóvenes que han pasado por allí y que hoy son adultos con
las vidas hechas por otros cientos de caminos distintos… pero confío en que esos
días juntos no habrán sido en balde, porque –aunque sólo sea un poquito- han
visto la luz de Dios y eso no se olvida nunca.
Yo vuelvo a casa tan emocionado como ellos, puede que más… porque cuento
con una ventaja… sé que eso no es una burbuja; que, a pesar de todas nuestras
incoherencias y flaquezas, el Evangelio puede ser vivido diariamente… siempre
habrá hermanos, nunca nos faltará nuestro Señor… ni su mano tendida desde un
rostro angustiado.
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