Mientras el párroco está fuera, le toca a un servidor atender el despacho
parroquial. Esta tarde he estado en ello precisamente y confieso que, aunque sé
solucionar los asuntos más corrientes, aún estoy muy verde en los temas más
complejos… ¡todos los años me encuentro con algún lío que no sé muy bien cómo
afrontar! Jejeje, pero me gusta, porque me ofrece la posibilidad de hablar y
compartir con mucha gente.
Hablando de compartir, hoy he pasado bastante rato hablando con un joven
que se sentía algo desanimado. Es un hombre entusiasta y comprometido, que ha
apostado fuertemente por el Evangelio, ofreciendo su tiempo y su trabajo.
Pero se estaba dando de frente con la miseria de las personas y las
instituciones y sentía deseos de abandonarlo todo.
A mi la historia me resultaba muy familiar y he tratado de animarle para
que no pierda la esperanza… estoy convencido de que, cuando uno se esfuerza y
se entrega a un sueño o a una causa, si esta es de Dios, nunca se trabaja
inútilmente; aunque parezca que nos cansamos en vano.
Le decía que lo llamativo, lo que conocemos y admiramos son los cambios,
los pasos que se dan, los avances, los muros que caen…. Pero que ninguna de
esas cosas serían posibles sin que,
previamente, muchos hombres y mujeres anónimos se hayan dejado la vida –de forma
aparentemente inservible- llamando, dándose
golpes y empujando contra esas murallas, las puertas que se cierran y lo que supuestamente
es inamovible.
Puede que nosotros no lleguemos nunca a conocer las repercusiones de
nuestros afanes y que jamás nos los reconozcan (tampoco lo hacemos para eso); pero
lo que sí es seguro es que, con Dios a nuestro lado, nuestra dedicación siempre
dará fruto.
No podemos perder la esperanza jamás, no podemos dejar de soñar ni luchar.
Y me gusta proclamarlo especialmente hoy, cuando pasan las doce y ya es el día
de Santo Domingo; quienes, muchos siglos después, seguimos haciendo nuestro su
sueño y asumiendo el trabajo de la predicación ¡estamos de fiesta!.
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