lunes, 17 de enero de 2011

16 de enero. DE COLORES

En esta vida hay personas que, un buen día, se cruzan en tu vida y dejan en ella su huella, te marcan para siempre.

Hay gentes que te dan lo mejor que son y tienen, y gentes que, queriendo o sin querer te hacen daño, pero todas ellas participan en lo que acabas siendo.

Algunas de ellas llegan y se marchan enseguida; con otras, los caminos se unen durante un tiempo, pero acaban bifurcándose también. En cambio hay algunas que llegan y se quedan para siempre… enriqueciéndote y cambiando contigo.

Yo, no sería yo sin cada una de esas personas que –un día- me salieron al paso. Me siento muy agradecido por todas ellas, por las cosas que me enseñaron; las que no quise aprender; por las pistas que me dieron, los ratos compartidos, las experiencias recorridas.

Es bonito pensar la falta que nos hacemos los unos a los otros, de alguna manera es como si uno mismo fuese una forma concreta y personal de comprender y reunir a los hermanos, como un cuadro en el que han intervenido infinidad de colores, matices, pinceles… en otras pinturas pueden coincidir los mismos colores y trazos pero son obras distintas, cada cuadro es único.

Hay uno de esos “colores” que ha definido notablemente mi lienzo. Desde el primer momento en que ese pigmento comenzó a teñir mi vida hasta hoy, son muchísimas las cosas que he descubierto y aprendido.

Antes de hacerme fraile me enseñó a creer en mi mismo, en mis posibilidades.  Qué fundamental resulta tener en esta vida a alguien que tiene confianza en ti, que te hace creer que “puedes”, que encarna la fe que Dios tiene en nosotros.

Gracias a eso fui capaz de afrontar mi vocación y de decir que “sí, hasta la muerte”.

Una vez dentro de la Orden me mostró cómo ser libre. A poner en su sitio las necesidades de reconocimiento, de estar bien visto y recibir palmaditas en la espalda frente a la verdad de lo que quería, a la fidelidad a mi vocación. “Seguimos a uno al que mataron” me repetía. Con él aprendí también a no ser un fraile- molde ni un político de la Iglesia, sino a buscar mi propia identidad como religioso, la que Dios y no los hombres me propone.

En él he visto una forma de amar, de darse al que sufre, que no tiene en cuenta ni se deja afectar por las consecuencias ni los perjuicios que esa apuesta pueda ocasionar. Que profesamos castidad para amar a todos, no para acabar no queriendo a nadie; que nos interesa amar y no que el interés del amor.

Ha estado conmigo en los momentos más felices y en los más oscuros, creyendo y creyendo en mí.


Este fin de semana he podido disfrutar de la visita de ese color en el convento. Durante estos días nos ha hecho muy bien tiempo, y la gente se ha echado a la calle, a tomar el Sol en las terrazas, en la orilla del río… era un gustazo ver a las familias paseando, los grupos de amigos tomándose unos cafés, los novios tumbados en la hierba…

Casi siempre contemplo esas escenas con envidia sana, mientras voy o vengo con prisa de alguna parte, y pienso: un día de estos tengo que estarme yo también un ratillo al solecito.

Hoy ha sido ese día en el que he disfrutado como un mono del Sol, de mi familia y de ese hermano y compañero de viaje.

El Sol, su luz es la que permite a nuestros ojos distinguir los colores. La luz es el color y los colores son la luz.

Ahora que ya se ha marchado, pienso en lo poco que, generalmente, valoramos lo que es más importante. Como ese Sol al que le debemos todo, pero al que ya estamos acostumbrados y no solemos ni pensar en su presencia, como nuestro Dios que siempre está ahí, aunque no le hagamos ningún caso.

Es necesario saber pararse a veces; mirar a atrás, al presente y al futuro; contemplar esa obra de arte que somos: reconocer los rostros que conforman nuestra existencia, recrearse con sus colores, valorar sus diferentes intensidades, estudiar y entender los claro –oscuros; acariciar sus texturas, disfrutar orgullosos de toda la composición y – sobre todo- elevar la mirada para dar las gracias siempre al “Gran Pintor”.

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