A veces ocurre que alguien viene a hablar conmigo y me consulta acerca de
algún asunto o un conflicto del que antes ya me había contado la otra parte
implicada. En esas ocasiones es alucinante lo diferentes que son las dos narraciones;
el modo tan distinto en que cada cual
vive una misma situación.
Es lógico que todos funcionemos con nuestras propias versiones de las cosas,
pero yo siempre intento que las personas traten de comprender los sentimientos
y circunstancias de la otra parte; pero
lo más habitual es que, una y otra vez, esas personas sigan viniendo con la
misma canción; que el tiempo vaya pasando sin que nada cambie, mientras esas
gentes permanecen obcecadas en sus actitudes y perspectivas, en su propia
versión de la historia.
En el momento en que nos instalamos en esa interpretación propia, los
problemas no sólo no se resuelven sino que, por el contrario, se van
complicando cada vez más, engordando
como una bola de nieve y acaban encalleciéndose.
Seguro que esto que estoy contando nos resulta muy familiar a todos, pero
supongo además que cada uno de nosotros
tiene una versión propia de todo lo que vive y le ocurre; de lo bueno y
de lo malo.
Nuestra versión de la vida se acaba proyectando y condiciona nuestras
relaciones: si recelamos y desconfiamos de los otros, ellos lo perciben y
acaban mirándonos igual a nosotros y, de paso, se confirma lo que ya nos
veníamos diciendo desde el principio: que no nos valoran, no nos quieren y que
somos víctimas de todo y de todos; si les tendemos la mano en cambio, lo más
probable es que nos la acaben tomando y, qué curioso, se vuelve a verificar el
planteamiento original.
Según como sea esa historia que nos contamos a nosotros mismos, vivimos
nuestros días de una forma u otra: podemos disfrutar de lo cotidiano o
amargarnos con minucias; confiar o hundirnos en la desesperación; estar solos o
sabernos queridos siempre.
La mejor forma de ser y vivir de verdad es ampliando los horizontes que nos
marca el ombligo; tratando de entender y sentir lo que siente el “tú” para
llegar al “nosotros”.
Únicamente podemos anunciar la alegría del reino si nuestra versión de la
vida ha dejado de ser egocéntrica, si hemos podido romper los muros que nos
encierran y aprendemos a pensar, ver y existir en plural.
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