En la fiesta de hoy celebramos un
regalo inmerecido, una ofrenda a Dios y a la humanidad: toda una vida entregada
por y con amor hasta el final; hasta las últimas consecuencias: la del Señor Jesús.
Un cuerpo que se entrega, una sangre que se derrama no en un momento
puntual sino a lo largo de toda su existencia; en cada momento, con cada
palabra o gesto.
Una gracia en la que, encima, tenemos la posibilidad de participar porque
nosotros, la Iglesia, también somos el
cuerpo de Cristo y lo somos ya, en el mundo de hoy. Un Dios que se hace hombre
y que se pone a nuestro servicio, en nuestras manos, se deja comer y beber para
hacerse uno con cada persona y que, cada uno de nosotros, se una también a Él.
Su amor se quiere convertir en nuestro alimento, nuestra fuente de energía, de
fuerza y felicidad.
Es tan tremendo que uno enmudece
ante este misterio; pero no concibo que esa fuese la voluntad del Señor;
que nos quedáramos inmóviles o callados. Si Él se nos da es para que todos
podamos hacer lo mismo; partirnos y repartirnos; ponernos al servicio, darnos
al hermano. Comerlo y beberlo para poder estar verdaderamente vivos; para poder
vivir y amar como Él lo hace… como el hombre más hombre y feliz de la historia.
Viviendo así, en plenitud; siendo
humanos de verdad; uno con cada hombre y mujer, es como auténticamente adoramos
y glorificamos su nombre.
oculto verdaderamente bajo estas apariencias.
A Ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto;
pero basta el oído para creer con firmeza;
creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más verdadero que esta Palabra de verdad.
En la Cruz se escondía sólo la Divinidad,
pero aquí se esconde también la Humanidad;
sin embargo, creo y confieso ambas cosas,
y pido lo que pidió aquel ladrón arrepentido.
No veo las llagas como las vio Tomás
pero confieso que eres mi Dios:
haz que yo crea más y más en Ti,
que en Ti espere y que te ame.
¡Memorial de la muerte del Señor!
Pan vivo que das vida al hombre:
concede a mi alma que de Ti viva
y que siempre saboree tu dulzura.
Señor Jesús, Pelícano bueno,
límpiame a mí, inmundo, con tu Sangre,
de la que una sola gota puede liberar
de todos los crímenes al mundo entero.
Jesús, a quien ahora veo oculto, te ruego,
que se cumpla lo que tanto ansío:
que al mirar tu rostro cara a cara,
sea yo feliz viendo tu gloria.
AMÉN (del hermano Tomás)
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