jueves, 17 de febrero de 2011

16 de febrero. DESDE LA MONTAÑA

Me podré quejar de otras cosas de mi existencia, pero nunca de falta de estímulos para la vida, el evangelio y el amor.

La oración personal y común; la visita de un verdadero “gran hermano”; la vitalidad y la alegría de “mis monjas”; los aciertos y equivocaciones que descubres en las noticias que te llegan; las bromas y la risa a la hora de la comida;  la Palabra y la vida reflexionada y compartida  en comunidad; las inquietudes y la frescura del grupo de confirmación y el cariño y el “hogar” de mis padres, han llenado el día de hoy.

Un día más en los que me acuesto cansado, miro al techo de mi cuarto y digo ¡puf! ¡Cuánta Vida! ¡Cuánto Dios!... ¡Cuánta gracia!

Y lo cierto es que así son todos los días, los de mi vida y los de cualquiera. Cada uno está preñado de amor, de presencia, de magia y misterio; vivimos inmersos en Dios,  sólo que muy pocas veces reparamos en ello. ¡Qué poquito lo vemos!, cuánto nos gusta mirar hacia el suelo, a nuestro ombligo, a lo que falta,  agarrarnos a nuestras cosas y, a veces, a las de los demás; aferrarnos a la seguridad de la rutina, de lo ya sabido.


Qué burros somos, cuando sólo tenemos que cerrar los ojos y dejarnos sentir, abrir las manos vacías y tocar la abundancia. La de un Señor que asume todas nuestras lágrimas, que puede destruir el dolor; todo lo que nos reduce y limita; que derrama sobre nosotros un agua fresca que nos sacia por completo, que nos hace permanentemente nuevos; que hace brillar la luz  de un millón de soles a nuestro alrededor… que convierte, si tú quieres, un valle de lágrimas en una montaña de gratitud.

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