Ahora, por la tarde, acabo de llegar de visitar a una niña que está malita en el hospital y la cosa ha sido totalmente contraria; allí sí, en los ojillos de esa personita enferma; en la serenidad de sus padres; en la esperanza confiada, la lucha y el amor sí que estaba Jesús…
Y recordaba la pregunta que ayer mismo nos lanzaba el Evangelio “Maestro, ¿dónde vives?”
Y resulta que la dirección de su casa es complicada, sí, pero en realidad, todos nos la sabemos; los cristianos no podemos decir que no sabemos encontrar el lugar donde habita el Señor.
Conocemos que está en la Palabra; en esa escritura que conocemos muy poco y que quiere ser nuestra historia; que es de Dios porque es profundamente humana…
Somos conscientes de que vive en la hermosura, en la sencillez, en lo sutil, en todas las pequeñas flores cotidianas que brotan a nuestro paso, casi sin darnos cuenta, y se nos regalan cada día; esas que, muchas veces, se nos marchitan sin que nos paremos a olerlas y contemplarlas…
Él nos ha dicho que está en ese rincón olvidado del mundo, donde mora cada lágrima, cada soledad y desamparo; cada víctima del egoísmo y la falta de amor; en los que no gustan, en los que se perdieron, en los que señalamos con el dedo o fingimos no ver…
Nos han contado que es la casa que no tiene puertas, la que en la entrada tiene un cartel que pone “bienvenido, seas como seas”; el hogar de la fraternidad, el diálogo, el perdón y la comunión; donde todo es de todos porque todo es de Papa-mamá Dios…
Jesús habita en la vida que es pan caliente y vino nuevo, siempre recién hechos; en el ser que se parte y se da para hacerse alimento y alegría para el otro y para uno mismo; en la celebración del amor y la gratitud.
Sabemos que es la residencia que siempre tiene las ventanas abiertas y está pintada de infinitos colores, porque es la morada de la libertad, la diversidad, la dignidad y la plenitud humanas, la que siempre nos trae el Espíritu.
Todos hemos aprendido bien esa dirección, porque también está dentro de nosotros, en el silencio del corazón, en la paz más profunda; en esa salita interior donde nos dejamos abrazar por el único que llena todas las soledades…
Pero no basta con que conozcamos las señas de la casa… “Venid y lo veréis”… no es suficiente que nos lo hayan indicado otros, merece la pena que venzamos las excusas y que, cada uno de nosotros, vaya; que compruebe por si mismo que sí, que es verdad, que esa casita existe y que está justamente en la dirección que se nos enseñó; que la visite y la vea por si mismo…
Entonces, dejaremos de recorrer palacios llenos de frío mármol; de dorar los muebles; de tapizar con seda los cómodos sillones en los que dormitamos y de poner cerrojos por todas partes… dejaremos de hacerlo, porque ya no querremos otra cosa que quedarnos, para siempre, en la casa del Señor.
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